Había escuchado hablar de Cartagena, uno de los sitios más visitados por colombianos y extranjeros, pero no había tenido la dicha de contemplarlo con mis propios ojos, y es encantadora, su mismo aire enamora.
Un día yo, en son de broma le dije a Federico, quien insistía qué a dónde iríamos de vacaciones, que quería ir a esta ciudad y pensé que diría que no, que era muy costoso, pero su respuesta fue “listo, ¿cuándo nos vamos?”
¡Ah carajo me tocó subirme de nuevo a un avión y con lo nerviosa que soy! Pensé, pero paseo era paseo y el miedo no me iba a dominar.
Antes del viaje estuve muy ocupada, mis padres vinieron y era muy importante compartir con ellos, hacía tiempo que no salíamos o hacíamos algo todos. Fuimos al centro comercial, jugamos maquinitas; luego fuimos al jardín botánico, allí se vieron muy felices y emocionados, y finalmente fuimos a la Mina de sal de Zipaquirá, el sueño anhelado de mi madre.
En un principio tuve miedo de que fuéramos allí, mi madre dijo en varias ocasiones “cuando vaya allí ya podré descansar en paz”, ella y sus palabrotas de las que luego se arrepiente, pero bueno, espero haya disfrutado mucho el viaje, muy a pesar de que sus piernas y rodillas le duelen demasiado.
Ese día fue todo un cuento porque llevamos a Jacobo. Mis padres se regresaban es día y se aprovechó el tiempo para no tener que regresar a Soacha. Para que él pudiese ingresar con nosotros tuvimos que pagarle un carrito, por cierto, bastante incómodo, solo tenía tres llantas, era casi imposible moverlo o darle dirección. Jacobo ese día estaba más nervioso, inquieto y pesado que de costumbre, así que para qué les cuento la fuerza que tuve que hacer para trasladarlo de un lado para otro. Mi padre estaba molesto e inquieto, se preocupaba demasiado y aborrecía la idea de que estuviésemos bregando tanto por un perro, pero ni modo, era nuestro perro.
¿Qué si gozó el viaje mi padre?, creo que no tanto, además de la preocupación del perro, lo aquejaba la idea de que llegarían tarde a la casa. Bueno, pero la historia acá es el viaje a Cartagena, me desvié demasiado.
Al día siguiente de la salida a Zipaquirá era el viaje y yo no tenía maletas listas, no me había arreglado las uñas y ni siquiera había hablado con Federico, esa semana estuvimos muy perdidos porque no quería desaprovechar ni un minuto con mis padres. La ansiedad era enorme, pero ya era un hecho. Cuando llegó el día hice de todo, alisté maletas, pagué recibos, me hice las uñas muy a pesar de que el tiempo apremiaba.
Cuando salí de mi apartamento los nervios me consumían, tenía la responsabilidad de dejar todo apagado, bien cerrado, desconectado y me atemorizaba que algo estuviese mal cuando mi hermana, quien llegaba primero, regresara a casa.
Durante el recorrido en Transmilenio poco hablé, algo extraño, suele pasarme cuando estoy de mal genio, cansada, con hambre o ansiosa. En esta ocasión era la última opción. Cuando por fin llegamos al aeropuerto, un lugar poco frecuentado, en realidad era mi segunda vez, los nervios se triplicaron y cuando llamaron para el abordaje estaba a punto de un colapso, ja, ja, ja, creo que exagero un poco.
En definitiva, el despegue es lo más complicado, y bueno también cuando se mueve durante el vuelo, cuando desciende y cuando está aterrizando. Menos mal que el vuelo no fue muy largo. Mientras esperábamos el descenso, Federico se dio cuenta de que mi camiseta estaba al revés, me morí de vergüenza y preferí colocarme la chaqueta, aun cuando sabía que afuera me esperaba un clima demasiado cálido que se reirían de mí al verme tan ensacada, pero no me importó, era eso o que alguien se diera cuenta y no quería pasar penas.
En definitiva, cuando vives en un país donde todo el tiempo se habla de inseguridad, te haces a la idea de que en todo lado hay malos. Cuando salimos del aeropuerto en Cartagena no tuvimos que coger transporte, nos dijeron que era muy cerca el aparta-estudio, sin embargo, yo pensaba que era mejor hacerlo, las calles estaban oscuras y estábamos en una ciudad que poco conocíamos, o bueno, por lo menos yo. En realidad, si estaba muy cerca, aunque en ese momento se me hizo demasiado lejos. El aparta-estudio era muy pequeño, nada comparado con el sitio donde nos quedamos en Villa de Leiva. Tenía cocina que a su vez era sala, una cama grande y el baño. Televisión no había. Ah, también tenía calefacción y ventilador gracias a Dios.
Esa misma noche salimos a recorrer el vecindario en busca de algo para comer. En realidad, teníamos hambre y lo único que llevábamos eran huevos y unos envueltos que por cierto nos sirvieron mucho. Compramos algunas cosas para desayunar y cenar durante nuestra estadía, solo compraríamos almuerzo en la calle.
Volvimos rendidos, desempacamos, nos duchamos y el resto no se los cuento, lo que sí puedo decir es que dormí como un bebé, delicioso.
Durante el vuelo organizamos nuestro itinerario y en el primer día correspondía salida turística, conocer los lugares más representativos históricamente. Como cosa rara, no madrugamos como habíamos acordado. Entre hacer el desayuno, arrunchis y el calor, salimos un poco tarde. Tomamos taxi y empezamos el recorrido.
Poco conocía la historia de esta hermosa ciudad, no sabía de cuanta violencia había sido víctima, y cuánto soportó hasta ser libres. Tengo que decir que Federico se fajó con eso, ya conocía parte de la historia y lo que no, me lo iba leyendo. Fuimos a las Murallas, al Castillo de San Felipe de Barajas, Getsemani, la Torre del reloj, la Catedral, la Plaza de Santo Domingo, visitamos a la India Catalina, los Zapatos, la Iglesia San Pedro Claver, la Plaza de la Aduana, pasamos por el Teatro Heredia, el Museo del Oro Zenú estaba cerrado por mantenimiento, caminamos por la Plaza de los Coches, y quizá se me olviden otros lugares por donde hayamos pasado.
Ese día terminé rendida, caminamos demasiado y no pagamos un transporte adicional al que debíamos pagar para regresar al hospedaje. Esa noche era justo y necesario una ducha, un masaje y a dormir sabroso, al día siguiente nos esperaba plan playa.
Nuevamente, nos despertamos a las 7:00 a.m. a esa hora sonaba mi alarma. Desayunamos y salimos. Casi no encontramos lancha para visitar la playa porque supuestamente estaba tarde y había demasiados turistas. Dios, el destino, la vida nos permitió hacer negocios con una agencia que no solo nos llevó a la Isla de Barú sino también a las Islas del Rosario, el plan que haríamos al día siguiente según nuestro itinerario.
Quemé demasiada adrenalina durante el recorrido, viajar en el mar es inexplicable, dan nervios, alegría, temor y en medio de todo, demasiada alegría. Para mí el mar es otro Dios, uno terrestre, no el universal, no mi Dios todopoderoso, sino otro que es capaz de tomar decisiones sobre tu destino, capaz de envolverte en su magia, y a la vez sumergirte en las profundidades. Es capaz de llevarte cerca o demasiado lejos, te sube y te vuelve a dejar caer. Resulta que en las Islas del Rosario había dos opciones, una, ver el acuario, y dos hacer snorkel. Como ya me había tomado algunos traguitos y realmente ver peces encerrados no me parecía novedoso, acepté la segunda opción, y adivinen, casi me muero de los nervios. Saber que me votaría en medio del mar era tenebroso, pero me arriesgué y no me arrepiento, fue muy bonita la experiencia.
Al principio fue muy chistoso, debía flotar hacia abajo y siempre quedaba acostada, las personas debían ayudarme a dar la vuelta. Cuando por fin le tomé confianza al chaleco y al salvavidas lo gocé más. Los peces se veían muy cerca y el solo hecho de estar flotando me daba alegría, me sentía valiente.
El regreso fue lo más caótico, nos habían advertido que las olas eras más fuertes, que el agua se entraría a la lancha y que sentiríamos como la lancha subía y bajaba conforme el movimiento de las olas. Me agarré de todo, de la lancha, de Federico, apreté los dientes, o bueno, creo que todo. Pensaba que nos íbamos a salir y que el mar nos recibiría en medio de una gran carcajada. Por ratos me consolaba pensando que ya había flotado y que de seguro así sobreviviría si ocurría algo, iba el personal de la lancha y ellos debían ser expertos nadadores, nos tendrían que salvar. Cuanto no pasó por mi mente, cuanto no dialogué con el mar, pidiéndole que me cuidara, que no me asustara, que yo lo respetaba. A mi Dios todopoderoso también le pedí demasiado y los dos me escucharon o si no, no estaría escribiendo esta historia.
Al bajarme de la lancha me sentí muy realizada, satisfecha y perdón que utilice nuevamente esta palabra, valiente. Había vencido uno de mis temores, entrar al mar. Ese día llegué al aparta-estudio muy feliz.
Como se nos corrió un día de itinerario lo cambiamos para ir a visitar el Convento de la Popa. De acuerdo con Federico el lugar no quedaba tan retirado, caminando podríamos gastarnos una hora. Yo acepté, había caminata incluida. Al salir le preguntamos a un taxista y este contestó que cobraba sesenta mil y que nos esperaba. Esta última frase nos pareció curiosa, pero no le prestamos tanta tención, sin embargo, le consulté a una señora que qué tan feo era llegar allí, lo único es que no le comenté que iríamos a pie.
Cuando íbamos por la vía principal me pareció normal el trayecto, todo empezó a cambiar cuando pasamos un puente peatonal, le consulté a Federico y dijo que ese camino era más corto, según Maps. Siempre he sido demasiada desconfiada y sabía que algo estaba mal, pero erradamente continué. A medida que avanzábamos subíamos y subíamos más. Las casas ya no eran tan bonitas, el barrio era bastante popular. Sentí bastante temor, sabía que algo no estaba bien y volví a consultar si íbamos por el camino correcto y por la vía en la que transitaban los vehículos. Federico me respondió que no era la vía vehicular, pero que estábamos muy cerca. Eso me hizo sentir demasiado pánico, pero no lo decía, son que mi cuerpo lo estaba reflejando, las manos se me inflamaron y sentía que iban a girar, tal como me pasó cuando me caí de la moto y vi mi zapato destrizado el pantalón roto y mi rodilla llena de sangre.
De repente, en nuestra ruta que nos llevaba supuestamente a la Popa, una señora, quien se encontraba en su casa con otras personas, nos llamó, “ustedes hacia dónde van”, dijo. “Ustedes no pueden seguir por esta ruta, si continúan los van a atracar, es un milagro que no lo hayan hecho, por acá es muy peligroso, ya los deben estar buscando, deben regresar, pero mejor llamen a alguien que venga por ustedes”. En ese instante no sentí miedo, sino bastante rabia, odié tanto a Federico e incluso a mí misma por haberlo seguido cuando estábamos siendo guiados por un teléfono. Por cosas de Dios, apareció un señor en un vehículo, estaba prestando un servicio de Uber y se ofreció a bajarnos.
Debo admitir que pensé que los atracadores iban a ser ellos, que los dos hombres de ese vehículo en algún momento nos iban a pedir lo que lleváramos y si no lo entregábamos nos harían daño o nos dejaban donde otros pudiesen hacerlo. Psicológicamente, creo que estaba preparada para eso, pero en el fondo quería que Dios no nos desamparara, estábamos en una ciudad donde no conocíamos a nadie, a nadie le importaría si nos pasaba algo, quién le avisaría a nuestra familia.
Cuando salimos a la vía principal y luego, cuando dejó al señor en su casa, sentí un poco de alivio, en verdad era servicio Uber. El hecho es que este señor fue quien finalmente nos llevó al Convento de la Popa y con quien negociamos para ir al día siguiente al Volcán del Totumo. Lo bueno de ese día es que todo se recompensó con un excelente almuerzo, por fin comimos pescado. Ese día también visitamos un centro comercial que antes fue una Plaza de toros. En la noche dormimos como focas.
Muy a las 9:00 a.m. nos recogió nuestro conductor y salvador estrella y nos llevó al sitio indicado. Estando en el lugar nuevamente pasé una escena de nervios y desconfianza, para ingresar al lodo es importante no llevar pertenencias, así que debimos dejarlas en el auto. Y qué si se iba, allí estaba la plata, podía simplemente irse y dejarnos sin nada, sin ropa incluso. Federico, por el contrario, estaba demasiado tranquilo, nada le inquietaba.
La experiencia dentro del lodo es muy buena, sientes que flotas al mismo tiempo que sabes que es tan hondo que no sabes cuan profundo pueda ser, pero el volcán no te deja hundir. Tampoco es tan caliente como lo escuchamos en algún momento. Dato curioso, no te hagas chichi en el lodo, las personas lo notarán. Resulta que mi organismo es un poco loco, cuando estuve haciendo snorkel me dio tantas ganas de ir al baño que deseaba salir rápido del agua, ¡Ah! Dirán muchos, “pero si estabas en medio del mar, quién lo notaría”, no pude, es la respuesta, así que tuve que pagar $5.000 pesos, sí, la orinada más cara que he pagado.
Eso mismo ocurrió en el volcán, sentí demasiadas ganas de orinar, pero no podía y cuando lo intenté la orina flotó. Lo peor es que ya había visto algo así a mi lado, lo que me indica que mi vecina del lodo se orinó. Por eso debe ser tan bueno, el lodo va con chichi incluido.
En la costa pagas por todo, incluso por bañarte, después de salir del lodo era importante quitarlo todo, así que se va a una ciénaga. Allí varias mujeres y niñas le echan tasadas de agua y al final te cobran por esto.
El baño en el volcán fue tan sabroso y productivo que luego de almorzar me acosté para descansar un poco y así pasaron varias horas. En la noche fuimos a la playa a contemplar el atardecer y fue cuando tuve otra charla con el mar. Ese día le escuché decirme que no ingresara porque me llevaría con él, así que por más que Federico insistió en que camináramos cogidos de la mano por la orilla, no lo hice. Ese día también estuve muy molesta con él. Casi que me imponía hacer algo que no quería hacer, que temía hacer en ese instante. Cuando accedí a caminar sin zapatos por la arena volví a molestarme, no me quiso entregar mis zapatos, sino que me dio sus chanclas. Me quedaban grandes y caminaba incómoda, pensé que me troncharía un pie. Esa noche no hablamos, yo me puse a terminar de ver una película en Netflix y creo que él hizo lo mismo. Ese día con tal de no cocinar preferí acostarme sin cenar, él, por el contrario, sí preparó y no me invitó.
Al día siguiente, nuestro último día en Cartagena, los ánimos no amanecieron muy bien, yo seguía molesta y él me ignoraba un poco. Hablamos cuando me pidió que hiciéramos el check in de regreso y nos dimos cuenta de que los vuelos quedaron para días diferentes. El mío para un día después de lo previsto y el suyo en lo propuesto. El enojo se agrandó porque mis nervios ya habían estado muy alterados como para ahora volar sola. Tuvo que ir al aeropuerto y cambiar todo. Yo viajaba a las 4:00 a.m. y él a las 7:00 a.m.
Luego de solucionar ese percance hicimos las paces y nos fuimos a pasar un día de playa. Ese día llevamos arroz chino, gran error porque nos hizo mucho daño, me dio diarrea y ganas de vomitar. La tarde estuvo bonita, pero debo confesar que añoraba que nos sacaran de la playa, ya quería regresarme a “casa”, el mar seguía dándome bastante miedo.
Esa noche no estuvo tan tranquila, supongo que, por la ansiedad del viaje, la madrugada, volar sola, pasar en el aeropuerto, que me siguiera la diarrea, bueno, en fin, todo no me permitió dormir bien.
El viaje no estuvo tan mal, llegamos rápido a Bogotá y por ser festivo tuve que hacer transbordo. Añoraba llegar, comer algo y dormir, pero no me fue posible ninguna de las anteriores. Lo que comía sentía ganas de vomitarlo, me dolía demasiado la cabeza, así que no pude dormir. En la tarde, después de que llegó Federico, intenté dormir, pero solo hasta en la noche concilié el sueño.
Y fin, esa es mi historia por la ciudad amurallada, la hermosa Cartagena.