“Los sueños sí se cumplen cuando lo que sobra es pasión”

Patricia Camargo nació en un hogar humilde en Bogotá, su madre trabajaba en oficios varios y su padre lidiaba con el alcohol hasta que le conocieron demencia senil y olvidó todo cuanto lo rodeaba, a sus 24 hijos, a su esposa, pero menos a su `Pato`, la hija que nunca lo abandonó aun cuando su discapacidad visual le impedía cuidarlo adecuadamente.

Antes de que la diagnosticaran como paciente de baja visión con pronóstico a quedar completamente ciega, Patricia trabajaba, estudiaba teología bíblica y compartía largas tardes de lectura con sus amigos. De un momento a otro las letras empezaron a perderse y a quedar en siluetas detrás de una cortina. Para ese entonces su mayor reto oscilaba entre no caerse para no tener que usar el bastón, porque eso la asustaba demasiado, y convencer a su familia de que ella era capaz de continuar sin las palabras de lástima que le ofrecían.

A los 24 años ingresó a una fundación para personas con discapacidad, donde conoció a Johan, un joven sordo con quien lleva 15 años de matrimonio y es el padre de sus dos hijas. Allí hicieron un curso en sistemas básico, se volvieron muy amigos, se comunicaban de forma escrita porque Patricia aún no conocía la lengua de señas, y finalmente se enamoraron.

Johan perdió la audición a los dos años cuando debido a una fiebre con convulsiones y luego del paseo de la muerte le dio meningitis, inflamación del tejido delgado que rodea el cerebro y la médula espinal, que le provocó un coma durante seis meses. Al despertar, sus padres no solo conocieron su estado de sordera total, sino que tuvieron que enseñarle a hacer lo que ya a su corta edad había aprendido.

“En ocasiones las personas me preguntan cómo es que yo siendo ciega opté por convivir con una persona sorda, cómo es que hacen para comunicarse si usted necesita ver las señas, y mi respuesta es y será siempre la misma, Johan son mis ojos y yo soy los oídos de él”

En el tiempo que llevan conviviendo, Patricia y Johan han coincidido en múltiples trabajos, uno de ellos fue con el Plan de Gobierno Bogotá Humana, donde los dos eran guías ciudadanos. Allí, una de las exigencias para los empleados era que debían trabajar y estudiar. Ellos trabajaban en el día y en la tarde se dirigían al SENA ubicado en Chapinero para estudiar Programación de Software. Patricia tuvo que ser por un tiempo la intérprete de Yohan porque aún no se contaba con este profesional en el área.

“La experiencia fue muy bonita, no solo porque eso me permitió lograr un ascenso en el trabajo, pasé a ser monitora y a dirigir a más de 30 personas en condición de vulnerabilidad; sino que, conocimos instructores maravillosos que se preocupaban demasiado por nuestra formación, se esmeraban para que los dos estuviéramos bien. Durante el tiempo de pandemia, mi esposo retomó la formación con la Entidad, en el programa Análisis y desarrollo de sistemas de información, en esta ocasión de forma virtual y con el SENA de Soacha. El domingo 5 de junio presentará las pruebas T y T y podrá finalmente graduarse como tecnólogo”

El sueño de Yohan y Patricia a partir de esta formación es poder crear un programa para los niños sordos, donde al teclear un botón se les muestre una seña. Desean instaurar su proyecto en colegios, universidades y empresas, pero saben que es costoso y deben ir paso a paso.

Actualmente, los dos estudian virtualmente en la Universidad del Valle, Interpretación profesional y guía-intérprete para sordoceguera. Yohan es el primer sordo que se forma en este programa, razón por la cual la universidad lo eligió para que estudie portugués para personas sordas.

“Mi esposo y yo hemos pasado por muchas cosas, han tratado de engañarnos laboralmente, han tratado de decirnos que no podemos, que somos incapaces, pero todas esas cosas nos fortalecen porque sabemos que los sueños sí se cumplen cuando lo que sobra es pasión”

Esta nota se redactó para www.sena.edu.co

Nano, el viajero del desierto

Nada más agradable que narrar las anécdotas de los viajes y que otros se rían a costas de nuestras vivencias.

Debo confesar que no fue mi idea ir al Desierto de la Tatacoa, yo solo digo sí a cualquier oportunidad que tengo de conocer nuevos lugares sin importar cuál sea. La idea fue de mi compañera de trabajo Nataly que con anterioridad estuvo buscando opciones para viajar.

Después de pensarlo mucho, analizar todos los pro y contra del viaje, de quizás inventar excusas para cambiar de plan, llegó el anhelado día. Se suponía que yo por vivir más cerca del Terminal del sur llegaría primero, pero no contaba con que todos mis vecinos taxistas me dijeran NO puedo, ya estoy comprometido. El hecho es que las dos llegamos tarde, para ser concreta media hora tarde.

Después de siete horas de viaje almorzamos en el terminal de Neiva, que a propósito no es tan grande y no nos brindó muchas opciones. Tuvimos que esperar una hora para que otro carro nos llevara hasta Villavieja y nos advirtieron que allí debíamos coger otro hasta el desierto. Esperar no es tan chévere pero ya no había vuelta atrás, debíamos continuar y esperar que todo haya valido la pena.

Mientras esperábamos que el conductor arrancara hacia el pueblo, Nataly entabló comunicación con un desconocido que le dijo que era médico, pero en realidad más pinta de medico tenía yo. No sabía cómo decirle que no contara todo lo planeado, era un desconocido y si algo he aprendido de mi padre es que hay que desconfiar hasta de la misma sombra.

Como me generaba tanta sospecha, le hice preguntas como: por qué viaja solo, dónde están sus compañeros de trabajo, por qué viajar tan lejos (hasta el desierto eran casi dos horas más) para devolverse al día siguiente. Creo que le incomodaron mis preguntas, sin embargo, tuvimos que compartir con él la tarde que faltaba y parte de la noche porque sus planes cambiaron de un momento a otro, no se quedó donde dijo que se quedaría, no hizo el recorrido que iba a hacer, aunque llevaba su propia comida pagó una cena, ingresó nuevamente al observatorio cuando dijo que no volvería a pagar por lo mismo. El tal médico terminó acompañando a dos periodistas aventuradas en un desierto, caminando a oscuras y sin linterna.

Yo en el fondo estaba un poco nerviosa con el desconocido y más cuando dijo minutos antes de salir en medio de la oscuridad que si le habíamos creído que era médico, que qué tal fuera un pervertido que iba a sonsacarle cerveza a las turistas. Mi malicia indígena no me permitió dejarlo atrás en nuestra caminata nocturna, siempre estuve atenta de que no hiciera ningún movimiento extraño como el que hizo cuando quiso asustarme tocándome una pierna. Me dio tanto coraje que le pegué su madrazo y santo juicio, no volvió a realizar bromas.

Al llegar al hospedaje quería entrar por su cuenta a nuestro camping para sacar su maleta que nos pidió le guardáramos, pero yo lo impedí, me pareció abusivo de su parte y pensé que podría hurgar en nuestras cosas. El médico decepcionado de nuestra aptitud no tuvo de otra que buscar su hamaca y no volvernos a hablar, pero yo seguía con mi intriga, que tal en la noche quisiera sobrepasarse con nosotras. Eso no pasó gracias a Dios, y así como apareció en nuestro camino desapareció al amanecer. Qué cuáles eran sus verdaderas intenciones, no lo sabré, qué si escapaba de un mal día, estaba triste o deprimido, tampoco lo sé, que si me generó zozobra y un poco de angustia, sí, la verdad no quería que nada malo me pasara en el desierto, quería regresar sana y salva a mi casa y no que algún maniático me hiciera daño.

En el estadero creímos por un instante que habría musiquita, quizá un poco de baile y por qué no, una que otra cervecita. Pero para sorpresa nuestra los opitas estaban muy apagados. Todo mundo se acostó, apagaron luces y tuvimos que hacer lo mismo. Nuestros vecinos fueron un poco ruidosos, era una pareja que quizá llevaban poco saliendo y aprovechaban el viaje para formalizar su relación. Esa noche nos enteramos de lo que la novia había hecho con su ex, sus travesuras con amigas, las maldades de otros. Era curioso escuchar que el chico solo decía sí o no, o hacía comentarios cortos. En realidad, creo que no le importaba mucho la conversación, o por el contrario le gustaba tanto la chica que le prestó toda la atención posible sin perder detalles.

Me desperté en varias ocasiones porque el viento soplaba muy fuerte y llegué a pensar que el camping donde dormimos pudiese levantarse, aunque por más flacas que estuviésemos no creo que hubiese pasado, pero una cosa es cuando hay luz y otra en medio de una noche tan oscura. Otras veces pasaba el dueño de la casa con su linterna inspeccionando todo, y en oportunidades se escuchaba que seguían llegando turistas y debían ayudarlos a hospedarse. Tampoco faltó el que pasó gritando “¿tienen trago, no hay baile?”.

Esa noche también descubrí que no soy la única persona que duerme completamente tapada de pies a cabeza sin que se le descubra un solo pelo, Nataly también lo hacía e incluso me hizo recordar a un viejo amigo que me dijo al despertar “oye estaba asustado, pensé que estabas muerta y que encarte”, eso pensé yo cuando me giré y vi solo una sábana tendida en la colchoneta.

En la madrugada desayunamos y salimos rumbo al desierto con la mayoría de quienes se hospedaron en el estadero la Tatacoa.  El guía que nos asignaron realmente no nos enseñó mucho, hablaba más un mudo que él, así que terminamos en plan de fotos y dándole nuestro propio sentido al recorrido.

Creo que nos rindió la travesía o no estuvimos en todos los rincones de la parte roja del desierto porque antes del medio día ya estábamos desocupadas y con ánimos de seguir caminando o bueno, de conocer la otra parte de aquel bosque seco tropical. Para llegar a la parte gris es necesario pagar un mototaxi, ir a caballo, en cicla o cuatrimotos. Los caballos se veían muy delgados y sudados no los elegimos, ir en cicla implicaba un reto de bastante ejercicio en medio del sol ardiente, los cuatrimotos eran costosos y cobraban por hora. La solución, el mototaxi.

Cuando preguntamos al dueño del estadero que a quién nos recomendaba nos nombró a Nano, era la tercera vez que escuchaba el nombre de esta persona. La primera vez fue cuando la señora Diana, dueña del estadero, me envió el contacto para que lo llamara tan pronto llegáramos a Villavieja. La segunda vez, cuando una pareja que se subió de Neiva a Villavieja, nos habló de las cosas que se podían y no hacer en el desierto y cuando le preguntamos por alguien que nos llevara hasta el desierto nos mencionó a Nano. Tenía curiosidad de conocer a este personaje tan popular y querido por las personas que hasta ahora distinguíamos.

Nano es un señor de mediana estatura, de tes morena, con barba y lleva un sombrero de ala larga. Su nombre verdadero es Justiniano Calderón y es quien inauguró Transporte Villa Tatacoa, una asociación compuesta por 22 familias que subsisten del turismo. Un día de trabajo para él inicia a las cinco de la mañana cuando las personas requieren ser trasladadas ya sea al desierto, al Toche, que es un lugar donde hay fincas con cacao, o a las minas que trabajan los barequeros de la región.

Este hombre conocía todo el desierto, mientras nos transportaba hasta la parte gris nos mencionaba el nombre de cada figura que se iba formando con los cambios climáticos. “Esa es una tortuga, el de allá es un cocodrilo que tiene la boca abierta y más adelante hay una iguana” “En el recorrido que van a hacer se van a encontrar con el congreso de los fantasmas y no olviden pedir sus deseos en el valle de los deseos”, este último lugar nunca supimos donde quedaba porque no encontramos las piedras que otros habían colocado.

Nano quería que conociéramos los pozos azufrados o de lodo porque decía que eran muy buenos para la piel, “La deja como la de un bebé”, decía, pero quedaba muy retirado, salía más costoso y no nos sonaba mucho la idea de quedar cochinas como cerdos, así que fuimos a la piscina que en un tiempo fue cien por ciento natural y circulaba el agua cristalina. Pagamos el ingreso sólo para tomarnos la foto con el vestido del baño y asolearnos un poco más. Cuando se fue llenando nos retiramos porque ante todo cuidarnos en tiempos de pandemia era nuestra prioridad.

Eran las dos de la tarde y nuestro único plan por el momento era regresarnos caminando hasta un sitio que nos recomendaron para comprar artesanías, cuando nuevamente apareció Nano. Estaba transportando a una pareja que se dirigía a almorzar a Villavieja y a quienes les había hecho un tour completo por el desierto. Nano no solo conducía su mototaxi, también era guía turístico y luego hablando con él me enteré de que realizaba labores como mecánico automotriz y soldador. “Yo me considero un campesino emprendedor, echado pa´lante. Cuando no hay turistas trabajo como agricultor, le hago a lo que sea” entonces ¿Qué hay de que los opitas son Celios, lochudos, perezosos? “Sí los hay, pero no somos todos, la mayoría somos trabajadores y no nos andamos con ´chichadas´” chichadas significa pendejadas, tontadas.

Después de almorzar con nuestros nuevos amigos de viaje y de comprar algunas cosas para llevar a casa, nos tomamos unas cervecitas para la sed en una tienda donde se encontraban varios residentes viendo el partido de América contra Equidad, si mi memoria no me falla. Hablaban del partido, de cómo le estaba yendo a Millonarios, de la nueva jefe de policía que había llegado al pueblo y quería prohibir la venta de licor, del alcalde, de sus ´wipas´, es decir de sus hijos.

Su dialecto era muy curioso. Tenían un tono de voz muy particular. No decían hola sino ole o hola mijo, no decían espere un momento sino espere tantico. En general fueron muy amables, pero desde mi punto de vista sí tendían a ser muy pausados para realizar las cosas e incluso para dar indicaciones, se tomaban su tiempo, como cuando le preguntamos a un residente que dónde quedaba un restaurante y primero lo visualicé yo antes de que él nos contestara.

El ingreso mayor de los opitas se debe al turismo, por eso es que la pandemia los ha afectado demasiado “Cuando no hay turismo las personas se van como jornaleros a sembrar popoche, yuca o plátano junto al río Magdalena” me contó una residente con quien compartimos el recorrido de regreso a Neiva.

Esa noche no cenamos en el estadero, lo hicimos en un restaurante que queda en el desierto, el plato: salchipapas porque ya no había chivo asado, como tampoco cerveza artesanal, de cactus o de mariguana, nada de lo típico del desierto, por ese lado nos quedamos con las ganas. Al regresar al estadero nos habían corrido nuestro camping porque había llegado más personas a hospedarse y lo harían en hamaca. Revisamos todo y todo cuanto habíamos dejado estaba intacto, la mala costumbre de pensar que en todo lado hay un pillo que hace de las suyas.

Los nuevos turistas esa noche interrumpieron un poco nuestro dormir, había un señor que roncaba demasiado y por más que le llamamos la atención no paraba de molestarnos con su ruido inclemente. Gracias a Dios llovió muy fuerte y el ruido del agua cayendo sobre las tejas de zinc opacaron el ronquido de nuestro vecino huésped. Llovió toda la noche, tanto que al día siguiente varias motos amanecieron en el suelo, sin poderse sacar porque el barro o mejor, la arena, las hacía patinar. El mototaxi de Nano si corría con tranquilidad y fue así como nos devolvió hasta Villavieja para continuar nuestro rumbo de regreso a Bogotá. “Acá siempre las estaremos esperando, este es un sitio de paz, vayan con cuidado y gocen de su vida que aún están muy jóvenes”, fueron las últimas palabras que cruzamos con Nano, el viajero del desierto.

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